Por La Dama de Caos
Ingresamos y un hedor asaltó nuestros rostros. Instintivamente, yo, mi hermano, Paulo y Jaime, intentamos repeler aquel aire infame a través de movimientos distintos. Mientras una mano cubría de manera automática la mitad de mi cara, Jaime cerraba los ojos y hacía un gesto que denotaba una supresión de la respiración. Mi compañero de útero escupió de forma velada y Paulo _ en un acto por demás curioso, el cual me hizo pensar en la actitud para ahuyentar aromas inmundos vista innumerables veces al abuelo _ llevó un sorpresivo pañuelo con el logo de Alianza Para El Progreso hacia su nariz y boca.
Pero era tarde. Aquel vendaval ya había trepado por nuestras fosas nasales, generándonos una aversión hacia ese recinto, aversión que procuramos desterrar horas antes, empapándonos de optimismo y expectativas generosas. Bueno, miento. Éramos conscientes que íbamos hacia un espectáculo de ínfima calidad, pero incluso la mediocridad obedece a rangos. Y la jerarquía de lo que vimos esa noche ostentaba insignias muy altas.
No estábamos en medio de una letrina (hay meaderos con mayor prestancia, en serio, y a fin de cuentas, los retretes cumplen una función importante), tampoco en una morgue o depósito de cadáveres (solemnes e inquietantes, variables ausentes en el lugar que pisábamos), podría decirse que nos abríamos paso a través de una casa geriátrica; una casa geriátrica de almas para ser más exacta, pues paradójicamente, la atmósfera rancia, apolillada, absolutamente trasnochada que se respiraba, provenía de una caterva de jóvenes; jóvenes desconocidos y al mismo tiempo familiares: semblantes vistos mil y un veces en los patéticos eventos artísticos que mi ciudad viene soportando desde hace casi veinte años. Muchachos con la inconfundible facha de quien ignora _ o se esfuerza en ignorar _ el adocenamiento inherente a su necesidad por ser diferente y transgresor; en suma, contemporáneos con no pocas várices en el cerebro.
Algunos no eran tan jóvenes. En un orden prístino, estos habrían llegado a la madurez envueltos en una lucidez merecedora del adoctrinamiento. Pero no. Los treintones o cuarentones de la velada arrastraban todas las taras de años y años de un precario movimiento cultural caracterizado por la pretenciosidad.
Ahora, estos cholos viejos (como diría mi otro agüelo) procuraban transmitir su menesterosa propuesta a las nuevas camadas de artistoides que se gestan en las facultades de letras de esta, nuestra urbe.
Dando guarida al trillado ritual de endogamia, El Nazca _ contradictorio nombre para esa estancia _ anunciaba la misa negra, performance poética del ahora llamado demonio (antes el volador sin cielo, también el chiflado, suma voz de los aedos de Forever Spring City), performance que tuve oportunidad de presenciar en la última feria del libro desarrollada en estas tierras.
Performance horrible como masacrar a la madre el segundo domingo de mayo y monumentalmente estúpida como cualquier declaración del presidente de la república, si me lo preguntan.
Las dimensiones de ratonera del Nazca Bar (carajoder, leído así suena a cantina de peli de Jodorowsky), daban la impresión de un atiborramiento de público, más no nos confundamos, como ya se dijo, se trataban de los mismos amigos y amigos de los amigos de siempre, los cuales tugurizaban el local, factor que seguramente sería considerado éxito de audiencia en posteriores comentarios. G., el chico que durante unos instantes acompañó nuestro silencio, se apartó de nosotros, otorgándonos, involuntariamente, mayor comodidad para las impresiones.
Durante un momento, intenté imaginar el aspecto inicial de aquel viejo domicilio, el movimiento que debió suscitar en anteriores años y las emociones, los recuerdos, que sus legítimos ocupantes establecieron ahí. Imaginé un clan de emigrantes, cuyo lugar de procedencia poco importaba, diseminando los hábitos heredados de octogenarios parientes en las salas y habitaciones de esta casa, cocinando potajes de fragancias oceánicas y cimentando de esa manera, entre los vecinos, el malicioso rumor del empleo de perros y mininos en la cocción de esas delicias. Imaginé un romance, un enamoramiento incestuoso entre los hermanos más jóvenes; Virginia y Francisco creí leer sobre una desgastada pared, hermosos y trágicos, jamás dispuestos a confesar su mutua atracción, posteriormente erradicada merced al suicidio del mozo.
Imaginé chismes en la calle, en la ciudad toda. “En esa casa ronda el espectro de un muchacho que deseó a su hermana”, “en esa casa el padre hace extrañas ceremonias con un libro de pasta ocre”, “quizá trata de llamar a su hijo…”, imaginé…imaginé …
Imaginé a Virginia, ahora un ánima de tiempos ya idos, tratando de ubicar a su amado entre las insulsas miradas de los invasores de su hogar.
“Observa a Jaime” susurró entonces Paulo “ex soldado, entrenado para estar siempre alerta, se diría que está estudiando el territorio, a la espera de dar el salto de ataque…”
“¿Te molesta que les haya traído?” pregunté conteniendo una risa “quería que vieran contra quienes nos enfrentamos.”
“Puta, no digas eso ni de broma” contestó Paulo indignado “No se tú, pero yo me enfrento a mis iguales. ¿Crees que estos son adversarios? A lo mucho son cucarachitas que han tomado una casa vieja cayéndose a pedazos…”
En eso Jaime se acercó. Siempre con los brazos cruzados y expresión de severa tranquilidad.
“Huele a pichi.” sentenció “este hueco huele a pichi”.
***************
La zafiedad se dio cuenta que una hora de espera era demasiado mucho más que excesivamente suficiente. Costumbre muy arraigada entre estos gremios, por cierto: la impuntualidad se ha convertido en una marca de fábrica, sabrá Dios si por un imbécil intento de verse iconoclastas o poco convencionales, por pura y dura improvisación delatora de carencia de medios _ y de talento sobre todo _ o por ambas cosas juntas. Como sea, el asunto finalmente tomó lugar; desde el cuarto en donde el recital habría de darse, el demonio inició una serie de impagables _ y ridículas _ imitaciones pavarottianas. Fragmentos de un conocido canto lírico eran destrozados sin piedad, al tiempo que dando muestras de una aterradora falta de espíritu escénico, iba ensayando, frente a todos, algunas partes de la performance con que insultaría mi inteligencia y la de los que me acompañaban.
Tuve también oportunidad de ver a Rosado, el adiposo autor de unos Relatos Para Quemarse , que, como inconscientemente indica el título del bodrio, merecen ser incinerados al término de un juicio de Núremberg literario en donde dicho ser, el demonio y su gente comparezcan. Nueva promesa del arte citadino _ siempre dentro de los restringidísimos márgenes de compañerismo risible que identifican a los movimientos culturales en Spring City, of course _ , el gordito se dio tiempo para mandar callar a uno de los organizadores de la función, quien pedía silencio ante la proximidad del recital (el cual empezó mucho después de tal solicitud) y agenciarse gratuitamente, ante los sorprendidos ojos del vendedor, un ejemplar de su libro de cuentos. Esto se dio en la mesita donde los nazqueros expenden las cagad…digo, digo, los libritos y poemitas que les permitirán conseguir el dinero para las velas y el agua, elementos indispensables en cuanta fecha señalen, según sus propias palabras.
Mierdición, he visto mayor autoridad y autoestima en un pirañita, júrolo.
La ratonera se llenó. Sin ventanas y una puerta digna, los concurrentes atiborraron el espacio sin orden alguno. Esta escriba y sus compinches quedáronse afuera, no obstante oportunamente ubicados entre un puñado de espectadores.
Al término de unos soporíferos vídeos, el demonio apareció, dando cátedra en el difícil arte de la vergüenza ajena.
“¿Se supone que ese es el demonio?” preguntó Jaime decepcionado.
No. Desde luego que ese no era el demonio. No podía ser el demonio alguien que se asemejaba más a la caricatura de un espantapájaros o a un payaso de provincia no mencionada en el mapa. Jesús, si ofreciera mostrar al diablo a un grupo de satanistas y terminara presentándoles a este pobre hombre pintarrajeado y cubierto con trapos dizque rurales, segura estoy que sería sodomizada con garrotes revestidos de púas para luego ser arrojada a un foso de pit bulls en celo.
No. Ese no era el demonio. El demonio se presentaría como un joven de belleza incomparable, ricamente ataviado y poseedor de un lenguaje sobrecogedor. Me prometería placeres apoteósicos y me llevaría a su mansión, una morada de opulencia obscena. Sería embriagada con exquisitos vinos, hechos con sangre de niños, para que al cabo de unas horas, inmersa en la lujuria, sienta un delicioso cosquilleo en el vientre que me haga levantar la cabeza de aquella suave almohada a fin de contemplar, sonriendo, a ese adonis devorar mis entrañas con el concurso de tres viejas nauseabundas.
La misa negra tuvo la intensidad de un conteo de hormigas. Lógicamente, los allegados al poeta felicitaron tamaño acto con epítetos dignos de un recital de Chocano. Saturados de tanta indigencia, decidimos retirarnos. Al salir, el frío viento de la noche oxigenó nuestros cuerpos de manera efusiva, devolviéndonos la vivacidad secuestrada durante el tiempo en el Nazca.
Unos minutos después, frente a notables porciones de comida china, Paulo jugaba a ser un perfecto comensal cantonés. Improvisó unos palillos con un par de lapiceros, haciendo denodados esfuerzos por retener el arroz o la carne en sus portaminas azules. Finalmente logró asir una ración de fideos.
“Cucarachitas que han tomado una casa vieja cayéndose a pedazos…” manifesté mirando la ingenua ilustración de dragón que decoraba una de las paredes del restaurante.
“Creo que ni eso ya…” expresó Paulo, relegando sus bolígrafos por el tenedor y el cuchillo que yacían sobre la mesa, envueltos en una servilleta roja.
¡Próximamente!!
Poesía de mierd…, digo, digo, de miércoles! (lenda manera de obviar el término adreim)
¡Atentos pues!
Ingresamos y un hedor asaltó nuestros rostros. Instintivamente, yo, mi hermano, Paulo y Jaime, intentamos repeler aquel aire infame a través de movimientos distintos. Mientras una mano cubría de manera automática la mitad de mi cara, Jaime cerraba los ojos y hacía un gesto que denotaba una supresión de la respiración. Mi compañero de útero escupió de forma velada y Paulo _ en un acto por demás curioso, el cual me hizo pensar en la actitud para ahuyentar aromas inmundos vista innumerables veces al abuelo _ llevó un sorpresivo pañuelo con el logo de Alianza Para El Progreso hacia su nariz y boca.
Pero era tarde. Aquel vendaval ya había trepado por nuestras fosas nasales, generándonos una aversión hacia ese recinto, aversión que procuramos desterrar horas antes, empapándonos de optimismo y expectativas generosas. Bueno, miento. Éramos conscientes que íbamos hacia un espectáculo de ínfima calidad, pero incluso la mediocridad obedece a rangos. Y la jerarquía de lo que vimos esa noche ostentaba insignias muy altas.
No estábamos en medio de una letrina (hay meaderos con mayor prestancia, en serio, y a fin de cuentas, los retretes cumplen una función importante), tampoco en una morgue o depósito de cadáveres (solemnes e inquietantes, variables ausentes en el lugar que pisábamos), podría decirse que nos abríamos paso a través de una casa geriátrica; una casa geriátrica de almas para ser más exacta, pues paradójicamente, la atmósfera rancia, apolillada, absolutamente trasnochada que se respiraba, provenía de una caterva de jóvenes; jóvenes desconocidos y al mismo tiempo familiares: semblantes vistos mil y un veces en los patéticos eventos artísticos que mi ciudad viene soportando desde hace casi veinte años. Muchachos con la inconfundible facha de quien ignora _ o se esfuerza en ignorar _ el adocenamiento inherente a su necesidad por ser diferente y transgresor; en suma, contemporáneos con no pocas várices en el cerebro.
Algunos no eran tan jóvenes. En un orden prístino, estos habrían llegado a la madurez envueltos en una lucidez merecedora del adoctrinamiento. Pero no. Los treintones o cuarentones de la velada arrastraban todas las taras de años y años de un precario movimiento cultural caracterizado por la pretenciosidad.
Ahora, estos cholos viejos (como diría mi otro agüelo) procuraban transmitir su menesterosa propuesta a las nuevas camadas de artistoides que se gestan en las facultades de letras de esta, nuestra urbe.
Dando guarida al trillado ritual de endogamia, El Nazca _ contradictorio nombre para esa estancia _ anunciaba la misa negra, performance poética del ahora llamado demonio (antes el volador sin cielo, también el chiflado, suma voz de los aedos de Forever Spring City), performance que tuve oportunidad de presenciar en la última feria del libro desarrollada en estas tierras.
Performance horrible como masacrar a la madre el segundo domingo de mayo y monumentalmente estúpida como cualquier declaración del presidente de la república, si me lo preguntan.
Las dimensiones de ratonera del Nazca Bar (carajoder, leído así suena a cantina de peli de Jodorowsky), daban la impresión de un atiborramiento de público, más no nos confundamos, como ya se dijo, se trataban de los mismos amigos y amigos de los amigos de siempre, los cuales tugurizaban el local, factor que seguramente sería considerado éxito de audiencia en posteriores comentarios. G., el chico que durante unos instantes acompañó nuestro silencio, se apartó de nosotros, otorgándonos, involuntariamente, mayor comodidad para las impresiones.
Durante un momento, intenté imaginar el aspecto inicial de aquel viejo domicilio, el movimiento que debió suscitar en anteriores años y las emociones, los recuerdos, que sus legítimos ocupantes establecieron ahí. Imaginé un clan de emigrantes, cuyo lugar de procedencia poco importaba, diseminando los hábitos heredados de octogenarios parientes en las salas y habitaciones de esta casa, cocinando potajes de fragancias oceánicas y cimentando de esa manera, entre los vecinos, el malicioso rumor del empleo de perros y mininos en la cocción de esas delicias. Imaginé un romance, un enamoramiento incestuoso entre los hermanos más jóvenes; Virginia y Francisco creí leer sobre una desgastada pared, hermosos y trágicos, jamás dispuestos a confesar su mutua atracción, posteriormente erradicada merced al suicidio del mozo.
Imaginé chismes en la calle, en la ciudad toda. “En esa casa ronda el espectro de un muchacho que deseó a su hermana”, “en esa casa el padre hace extrañas ceremonias con un libro de pasta ocre”, “quizá trata de llamar a su hijo…”, imaginé…imaginé …
Imaginé a Virginia, ahora un ánima de tiempos ya idos, tratando de ubicar a su amado entre las insulsas miradas de los invasores de su hogar.
“Observa a Jaime” susurró entonces Paulo “ex soldado, entrenado para estar siempre alerta, se diría que está estudiando el territorio, a la espera de dar el salto de ataque…”
“¿Te molesta que les haya traído?” pregunté conteniendo una risa “quería que vieran contra quienes nos enfrentamos.”
“Puta, no digas eso ni de broma” contestó Paulo indignado “No se tú, pero yo me enfrento a mis iguales. ¿Crees que estos son adversarios? A lo mucho son cucarachitas que han tomado una casa vieja cayéndose a pedazos…”
En eso Jaime se acercó. Siempre con los brazos cruzados y expresión de severa tranquilidad.
“Huele a pichi.” sentenció “este hueco huele a pichi”.
***************
La zafiedad se dio cuenta que una hora de espera era demasiado mucho más que excesivamente suficiente. Costumbre muy arraigada entre estos gremios, por cierto: la impuntualidad se ha convertido en una marca de fábrica, sabrá Dios si por un imbécil intento de verse iconoclastas o poco convencionales, por pura y dura improvisación delatora de carencia de medios _ y de talento sobre todo _ o por ambas cosas juntas. Como sea, el asunto finalmente tomó lugar; desde el cuarto en donde el recital habría de darse, el demonio inició una serie de impagables _ y ridículas _ imitaciones pavarottianas. Fragmentos de un conocido canto lírico eran destrozados sin piedad, al tiempo que dando muestras de una aterradora falta de espíritu escénico, iba ensayando, frente a todos, algunas partes de la performance con que insultaría mi inteligencia y la de los que me acompañaban.
Tuve también oportunidad de ver a Rosado, el adiposo autor de unos Relatos Para Quemarse , que, como inconscientemente indica el título del bodrio, merecen ser incinerados al término de un juicio de Núremberg literario en donde dicho ser, el demonio y su gente comparezcan. Nueva promesa del arte citadino _ siempre dentro de los restringidísimos márgenes de compañerismo risible que identifican a los movimientos culturales en Spring City, of course _ , el gordito se dio tiempo para mandar callar a uno de los organizadores de la función, quien pedía silencio ante la proximidad del recital (el cual empezó mucho después de tal solicitud) y agenciarse gratuitamente, ante los sorprendidos ojos del vendedor, un ejemplar de su libro de cuentos. Esto se dio en la mesita donde los nazqueros expenden las cagad…digo, digo, los libritos y poemitas que les permitirán conseguir el dinero para las velas y el agua, elementos indispensables en cuanta fecha señalen, según sus propias palabras.
Mierdición, he visto mayor autoridad y autoestima en un pirañita, júrolo.
La ratonera se llenó. Sin ventanas y una puerta digna, los concurrentes atiborraron el espacio sin orden alguno. Esta escriba y sus compinches quedáronse afuera, no obstante oportunamente ubicados entre un puñado de espectadores.
Al término de unos soporíferos vídeos, el demonio apareció, dando cátedra en el difícil arte de la vergüenza ajena.
“¿Se supone que ese es el demonio?” preguntó Jaime decepcionado.
No. Desde luego que ese no era el demonio. No podía ser el demonio alguien que se asemejaba más a la caricatura de un espantapájaros o a un payaso de provincia no mencionada en el mapa. Jesús, si ofreciera mostrar al diablo a un grupo de satanistas y terminara presentándoles a este pobre hombre pintarrajeado y cubierto con trapos dizque rurales, segura estoy que sería sodomizada con garrotes revestidos de púas para luego ser arrojada a un foso de pit bulls en celo.
No. Ese no era el demonio. El demonio se presentaría como un joven de belleza incomparable, ricamente ataviado y poseedor de un lenguaje sobrecogedor. Me prometería placeres apoteósicos y me llevaría a su mansión, una morada de opulencia obscena. Sería embriagada con exquisitos vinos, hechos con sangre de niños, para que al cabo de unas horas, inmersa en la lujuria, sienta un delicioso cosquilleo en el vientre que me haga levantar la cabeza de aquella suave almohada a fin de contemplar, sonriendo, a ese adonis devorar mis entrañas con el concurso de tres viejas nauseabundas.
La misa negra tuvo la intensidad de un conteo de hormigas. Lógicamente, los allegados al poeta felicitaron tamaño acto con epítetos dignos de un recital de Chocano. Saturados de tanta indigencia, decidimos retirarnos. Al salir, el frío viento de la noche oxigenó nuestros cuerpos de manera efusiva, devolviéndonos la vivacidad secuestrada durante el tiempo en el Nazca.
Unos minutos después, frente a notables porciones de comida china, Paulo jugaba a ser un perfecto comensal cantonés. Improvisó unos palillos con un par de lapiceros, haciendo denodados esfuerzos por retener el arroz o la carne en sus portaminas azules. Finalmente logró asir una ración de fideos.
“Cucarachitas que han tomado una casa vieja cayéndose a pedazos…” manifesté mirando la ingenua ilustración de dragón que decoraba una de las paredes del restaurante.
“Creo que ni eso ya…” expresó Paulo, relegando sus bolígrafos por el tenedor y el cuchillo que yacían sobre la mesa, envueltos en una servilleta roja.
¡Próximamente!!
Poesía de mierd…, digo, digo, de miércoles! (lenda manera de obviar el término adreim)
¡Atentos pues!

Chévere
ResponderEliminarel post
excelente
Otra vez el adiposito queriendo pasar piola!
ResponderEliminar