Por Alphonse Moreau. Médico cirujano.
Disfruto de los placeres simples de la vida, he de admitir. Estar sentado en la mesa de un mugroso cafetín céntrico, tomando una gaseosa hirviendo y escuchar como dos canallas putean _ en medio de risas que procuran pasar silentes _ a los artistas de Forever Spring City.
El Señor Blanco y El Señor Rubio parecen enfrascados en un involuntario duelo por la mueca más desaforada. El rictus de Blanco al desatar su hilaridad es ciertamente digno de una exposición fotográfica. Con los ojos cerrados y aferrándose a los bordes de la mesa, sus labios y dientes, de lejanas reminiscencias equinas, se dilatan o exponen con furor casi psicópata. Si existiera una máquina que trasladara las carcajadas a una página impresa, apostaría que la transcripción de la risa del buen white diría algo como: “(¡jajajajajajajajajaja!!!!) ¡Eres un hijo de putaaaaa!! (¡jajajajajajajajajajaja!!!!) ¡Cómo dices eso de aquel pobre diablo! (¡jajajajajajajajajaja!!!!)”.
Rubio, por el contrario, cruza los brazos y una que otra vez se anima a levantar su diestra a modo de inservible censor de su rostro festivo. Tales ademanes, desde luego, le otorgan mayor comicidad a su risotada, a duras penas contenidas en una expresión entre estreñida y agónicamente feliz.
Su carcajada, por cierto, parece enunciar un: “a que veas, huevas, a que veas… ¡qué Ciudad de los Reyes ni que cojudeces! ¡Spring City es el Everest del mongolismo artístico!”
Yo, por mi parte, exhibo los molares con cierta timidez neófita, al no estar lo suficiente curtido en la asistencia a babosadas varias.
“¡Lo tengo, negros de mierda, lo tengo!” exclama El Blanco “¡¿qué hora es?! ¡¿qué hora es?!” pregunta inquieto.
“Casi las siete” responde blondie.
“¡Jajajajajaja!! ¡bien! ¡bien!¡pucta más que bien!!”
“¿Por qué?” interrogo extrañado.
“Hoy es miércoles…¡miércoles de poesía en el Nazca!” profiere entonces Blanco, llevándose las manos al estómago, como si temiera que la risa pudiera desparramar sus intestinos.
¡Nazca! Legendarias siglas de Neuróticos y Aburridos Zorrillos Coleccionistas de
Alucinógenos _ obviando por un instante su significado original _ ; cinco letras que nos abrieron un cúmulo de posibilidades en esa tarde próxima a caer. ¡Nazca, Nazca! Aún resuenan en mi cabeza los entusiasmados versos del profesor Eco (ventrílocuo, decano de educación y aspirante a gacetillero):
Es casi cuando mi cerebro se atasca
Y pierdo hasta la sensibilidad de los pies
En que recuerdo que estoy en el Nazca
Comprobando que de la noche van a ser las diez.
No temo a ningún monstruo, tampoco a la noche (vivir con mi mujer me ha extirpado ese roche)
Más guardo ahora recelo de aquel destartalado lugar
En donde de la idiotez se hace derroche,
Fútil agujero indigno incluso para ir a cagar.
Una bofetada en segundo grado a cargo del Señor Rubio me devolvió a nuestro nazcoso aquí y ahora. Emocionados como groupies en celo, enrumbamos hacia el antro entonando el épico heigh-ho con un ligero toque wagneril.
A mitad del camino abandonamos nuestro cántico, sintiéndonos más bien espías de Chesterton, no obstante nuestros heterodoxos semblantes (risas incontroladas) y atavíos situados en las antípodas del canon post victoriano. El Señor Blanco, hidalgo de tísicas formas y carcajada contagiosa, prometía mostrarnos la idiotez que acabaría con todas las idioteces. Pensé entonces en la primera contienda mundial y por poco sonreí educadamente. Nunca faltarán subtes disponidos a romper los records de sus antecesores, concluí.
Llegamos y mi decepción fue mayúscula. Por innato reflejo asociado a la autoestima, miré hacia otras direcciones esperando ver una casa imponente, acondicionada según las maneras de un templo gótico o al menos como el castillo del mad doctor de una cinta de la Hammer en sus últimos años. Pero nada, por Tutatis, nada. El nuevo Nazca era la viva imagen del estereotipo prostibulario, la encarnación de un chupódromo caduco; el sueño de todo arquitecto con la dignidad por el zócalo.
Esto se ponía cada vez más mejor como diría El Chavo del 8.
“Aquí vivía una familia, amiga de mis abuelos, ¿saben?” dijo El Blanco.
“Carajo, ¿y por qué no vemos a sus espectros o zombis darles vuelta a todos estos dañados?” preguntó Rubio contemplando a los concurrentes.
“No se. Quizá siguen vivos. ¡Oh fácil se quedaron tiesos al volver por acá y ver en lo que había terminado su jato!” contestó Don Níveo entre espasmódicas risas.
“Bueno, al graneado grano granuloso y graneadito” agregó Rubius “¿dónde están los poetas vestidos con sólo un pañal o los pintarrajeados a lo Joker de Heath Ledger? Quiero ver a los magos musulmanes y a los brujitos moches…”
“No se si veamos eso…aunque fácil. Estemos atentos y oremos, kmarradas…” contestó.
Avanzamos y el calor, aunado a los humores que la casucha expedía, nos hizo preferir marcar mayor distancia de la prevista. En la sala _ por llamarla de alguna manera _ donde habrían de darse las declamaciones, la temperatura prácticamente había alcanzado las proporciones de una sauna. Ni un mísero ventilador, ni un abanico hecho con papel bulky, ni un cuaderno u hojas sueltas fungiendo de quitabochorno.
Carajo con los artistas y su estoicismo…
Optamos por quedarnos de pie, en el umbral de la estancia. Entonces la sesión dio inicio. El tema a tratar sería el amogggggggg y sus cuitas, como allanando el camino para la inminente sanvalentinada de la siguiente semana.
Súbitamente entró.
Era joven y larguirucho, considerablemente jorobado a fuerza de mucha práctica; portaba un sombrerito que intentaba ser chaplinesco y un bastón que en manos de un anciano conocería mayor prestancia. Caminó con la izquierda apoyada en el coxis, en la cual sujetaba un folder de manila. Digo “caminó” por emplear un verbo referencial, pues lo que hizo el mozo fue más bien emular precariamente el andar del venerable Yoda.
“Pucta, ¿y eso?” preguntó El Señor Blanco en voz baja “¿qué dibujo animado es?”
Contuve la risa, mientras El Rubio miraba al recién llegado con una expresión de sorpresa y mórbida fascinación. El despelote vino cuando escuchamos su voz. Una dicción sacadita de los inmortales doblajes al español latinoamericano de los antiguos cartoons de la Warner.
“Permiso que ese es mi asiento” dijo el chiquiviejo.
Blanco no pudo más. Cubriéndose la boca, avanzó raudo hacia los servicios higiénicos, asumo que para descojonarse a sus anchas, aunque sea en silencio...
Al término de un misio documental casero sobre la problemática cultural de la ciudá (audiovisual que más parecía una celebración del dilema en vez de un severo cuestionamiento al mismo), el moderador _ y también poeta según me informaron _ presentó a los tres bardos del corazón mediante adjetivos y términos que particularmente, de haberlos recibido, me habrían convertido en goreado homicida. El primer niño tomó la palabra y contó sus coquetos inicios con la poesía a través de anécdotas de colegial y vergüenza ajena in crescendo. El Señor Blanco _ en ese instante de nuevo junto a nosotros y dando muestras de una completa ineptitud para controlar su risa _ no tuvo otro remedio que apretar los labios y taparse la jeta con los dedos afín de ver ocasionalmente el show mediante las aberturas que su improvisada máscara le facilitaban.
Terminada la introducción del inicial poeta, sus versos tomaron lugar. Mierda pura y sin destilar, y ni siquiera involuntariamente cómica. El joven necesitaba repasar un diccionario de sinónimos y antónimos con urgencia, amén de memorizarse algunas odas de Eguren, Luis Hernández, Chocano o Heraud. El segundo vate me hizo susurrarle a Rubio: “presiento que este tío me va a inspirar una compasión infinita…”. Dicho y hecho. Se trataba de un hombre de edad madura (cuarenta o cincuentaitantos años aproximadamente) con sueños de alcanzar el reconocimiento de las musas. Según me dijo el miserable Blanco, este varón fue el que le dio más ganas de explotar a carcajadas. Yo, por respeto a mis mayores (¡¿?!) me abstendré de opinar.
El tercer participante fue marketeado casi como reencarnación de Bécquer, lo cual, si no es evidencia inequívoca de la ingesta desenfrenada de psicotrópicos bien lo podría ser de un peculiar caso de homenaje a los inmortales en su variedad chusca. Amogues togtuosos, referencias a costumbres practicadas por los grandes amantes malditos, la retahíla de cojudeces manifestadas por el caballero en sus poemitas me hicieron percatarme, con varios segundos de antelación, de un impostado quiebre vocal. Y mierda, soy un Aureliano Buendía, pues este individuo empezó a fingir un llanto hacia la amada ausente, el cual me hizo exclamar en mi fuero interno: “¡Córtala huevón! ¡Por lo que más quieras, córtala ya!! ¡Acaba con este clímax de telenovela tercermundista!! ¡Pídele perdón a los espíritus del amor!! ¡Redímete con ellos!! ¡Y termina gritando: Jennifer Connelly, tuyos son los dolores de mi cuerpo!!”
Pero nada. El mozo concluyó la sandez y posteriormente _ como suele ser costumbre, me enteré _ invitaron al público a proferir algún verso que acompañe lo exponido.
Un chico pidió la palabra y expectoró algo que quería ser una letanía de coplas bactereoteológicas, según pude percibir. Otra aburrida cagada, para variar.
En eso, el presentador anunció lo que ya era costumbre, el broche de oro a tan magnífico recital, ¡Vito Vientre , el juglar del Armagedón!
Apenas lo podíamos creer. El dibujo animado de sombrero pseudocharlotiano y andar senil se puso de pie y blandiendo su bastón aseguró que estábamos a punto de oír uno de los mejores poemas que había escrito últimamente. Todo en medio de ademanes infrahumanos y risibles que, faltaría más, acompañaron su monólogo.
Nuevamente miré hacia otros lados. Inquieto y aún portador de una ingenuidad que hace mucho debí desechar, esperaba que alguien se aproximara a retirar al tipo con los mismos procedimientos reservados a los epilépticos o esquizofrénicos. Más el juglar del Armagedón, lejos de suscitar la irrupción de algún agente de seguridad, fue animado a lanzar su oda.
Fue glorioso. Sin proponérselo, aquel espécimen me alegró la noche como nunca podrá imaginar. Su poesía, intrascendente en el mejor de los casos, era sublimada por un desenvolvimiento escénico que ya desearía ver en muchos cómicos ambulantes.
Obviamente el chiquillo era inconsciente de su jocosidad (¿o quizá no?), la cuestión fue que verle remedando a un abuelito con ínfulas vallejianas, se convirtió para nosotros _ hasta nuevo aviso _ en El Santo Grial de las veladas artísticas de Forever Spring City.
Hasta podría jurar que pude detectar a unos cuantos asistentes que _ de forma más o menos disimulada _ compartían mis impresiones. Episodios anecdóticos, a fin de cuentas. Al salir de ahí, las enloquecidas risas de los señores Blanco y Rubio ¡y las mías, claro está! fueron suficientes para augurar nuevas visitas al Nazca.
Ahora, el enigma a resolver era: ¿quién es Vito Vientre?
Pasaríamos momentos apoteósicos tratando de descifrar tal cuestión.
Más novedades, en una próxima actualización.
Con su permiso.
¡Próximamente!
¡El Televidente!
(¡me salió el verso sin mucho esfuerzo!)
Disfruto de los placeres simples de la vida, he de admitir. Estar sentado en la mesa de un mugroso cafetín céntrico, tomando una gaseosa hirviendo y escuchar como dos canallas putean _ en medio de risas que procuran pasar silentes _ a los artistas de Forever Spring City.
El Señor Blanco y El Señor Rubio parecen enfrascados en un involuntario duelo por la mueca más desaforada. El rictus de Blanco al desatar su hilaridad es ciertamente digno de una exposición fotográfica. Con los ojos cerrados y aferrándose a los bordes de la mesa, sus labios y dientes, de lejanas reminiscencias equinas, se dilatan o exponen con furor casi psicópata. Si existiera una máquina que trasladara las carcajadas a una página impresa, apostaría que la transcripción de la risa del buen white diría algo como: “(¡jajajajajajajajajaja!!!!) ¡Eres un hijo de putaaaaa!! (¡jajajajajajajajajajaja!!!!) ¡Cómo dices eso de aquel pobre diablo! (¡jajajajajajajajajaja!!!!)”.
Rubio, por el contrario, cruza los brazos y una que otra vez se anima a levantar su diestra a modo de inservible censor de su rostro festivo. Tales ademanes, desde luego, le otorgan mayor comicidad a su risotada, a duras penas contenidas en una expresión entre estreñida y agónicamente feliz.
Su carcajada, por cierto, parece enunciar un: “a que veas, huevas, a que veas… ¡qué Ciudad de los Reyes ni que cojudeces! ¡Spring City es el Everest del mongolismo artístico!”
Yo, por mi parte, exhibo los molares con cierta timidez neófita, al no estar lo suficiente curtido en la asistencia a babosadas varias.
“¡Lo tengo, negros de mierda, lo tengo!” exclama El Blanco “¡¿qué hora es?! ¡¿qué hora es?!” pregunta inquieto.
“Casi las siete” responde blondie.
“¡Jajajajajaja!! ¡bien! ¡bien!¡pucta más que bien!!”
“¿Por qué?” interrogo extrañado.
“Hoy es miércoles…¡miércoles de poesía en el Nazca!” profiere entonces Blanco, llevándose las manos al estómago, como si temiera que la risa pudiera desparramar sus intestinos.
¡Nazca! Legendarias siglas de Neuróticos y Aburridos Zorrillos Coleccionistas de
Alucinógenos _ obviando por un instante su significado original _ ; cinco letras que nos abrieron un cúmulo de posibilidades en esa tarde próxima a caer. ¡Nazca, Nazca! Aún resuenan en mi cabeza los entusiasmados versos del profesor Eco (ventrílocuo, decano de educación y aspirante a gacetillero):
Es casi cuando mi cerebro se atasca
Y pierdo hasta la sensibilidad de los pies
En que recuerdo que estoy en el Nazca
Comprobando que de la noche van a ser las diez.
No temo a ningún monstruo, tampoco a la noche (vivir con mi mujer me ha extirpado ese roche)
Más guardo ahora recelo de aquel destartalado lugar
En donde de la idiotez se hace derroche,
Fútil agujero indigno incluso para ir a cagar.
Una bofetada en segundo grado a cargo del Señor Rubio me devolvió a nuestro nazcoso aquí y ahora. Emocionados como groupies en celo, enrumbamos hacia el antro entonando el épico heigh-ho con un ligero toque wagneril.
A mitad del camino abandonamos nuestro cántico, sintiéndonos más bien espías de Chesterton, no obstante nuestros heterodoxos semblantes (risas incontroladas) y atavíos situados en las antípodas del canon post victoriano. El Señor Blanco, hidalgo de tísicas formas y carcajada contagiosa, prometía mostrarnos la idiotez que acabaría con todas las idioteces. Pensé entonces en la primera contienda mundial y por poco sonreí educadamente. Nunca faltarán subtes disponidos a romper los records de sus antecesores, concluí.
Llegamos y mi decepción fue mayúscula. Por innato reflejo asociado a la autoestima, miré hacia otras direcciones esperando ver una casa imponente, acondicionada según las maneras de un templo gótico o al menos como el castillo del mad doctor de una cinta de la Hammer en sus últimos años. Pero nada, por Tutatis, nada. El nuevo Nazca era la viva imagen del estereotipo prostibulario, la encarnación de un chupódromo caduco; el sueño de todo arquitecto con la dignidad por el zócalo.
Esto se ponía cada vez más mejor como diría El Chavo del 8.
“Aquí vivía una familia, amiga de mis abuelos, ¿saben?” dijo El Blanco.
“Carajo, ¿y por qué no vemos a sus espectros o zombis darles vuelta a todos estos dañados?” preguntó Rubio contemplando a los concurrentes.
“No se. Quizá siguen vivos. ¡Oh fácil se quedaron tiesos al volver por acá y ver en lo que había terminado su jato!” contestó Don Níveo entre espasmódicas risas.
“Bueno, al graneado grano granuloso y graneadito” agregó Rubius “¿dónde están los poetas vestidos con sólo un pañal o los pintarrajeados a lo Joker de Heath Ledger? Quiero ver a los magos musulmanes y a los brujitos moches…”
“No se si veamos eso…aunque fácil. Estemos atentos y oremos, kmarradas…” contestó.
Avanzamos y el calor, aunado a los humores que la casucha expedía, nos hizo preferir marcar mayor distancia de la prevista. En la sala _ por llamarla de alguna manera _ donde habrían de darse las declamaciones, la temperatura prácticamente había alcanzado las proporciones de una sauna. Ni un mísero ventilador, ni un abanico hecho con papel bulky, ni un cuaderno u hojas sueltas fungiendo de quitabochorno.
Carajo con los artistas y su estoicismo…
Optamos por quedarnos de pie, en el umbral de la estancia. Entonces la sesión dio inicio. El tema a tratar sería el amogggggggg y sus cuitas, como allanando el camino para la inminente sanvalentinada de la siguiente semana.
Súbitamente entró.
Era joven y larguirucho, considerablemente jorobado a fuerza de mucha práctica; portaba un sombrerito que intentaba ser chaplinesco y un bastón que en manos de un anciano conocería mayor prestancia. Caminó con la izquierda apoyada en el coxis, en la cual sujetaba un folder de manila. Digo “caminó” por emplear un verbo referencial, pues lo que hizo el mozo fue más bien emular precariamente el andar del venerable Yoda.
“Pucta, ¿y eso?” preguntó El Señor Blanco en voz baja “¿qué dibujo animado es?”
Contuve la risa, mientras El Rubio miraba al recién llegado con una expresión de sorpresa y mórbida fascinación. El despelote vino cuando escuchamos su voz. Una dicción sacadita de los inmortales doblajes al español latinoamericano de los antiguos cartoons de la Warner.
“Permiso que ese es mi asiento” dijo el chiquiviejo.
Blanco no pudo más. Cubriéndose la boca, avanzó raudo hacia los servicios higiénicos, asumo que para descojonarse a sus anchas, aunque sea en silencio...
Al término de un misio documental casero sobre la problemática cultural de la ciudá (audiovisual que más parecía una celebración del dilema en vez de un severo cuestionamiento al mismo), el moderador _ y también poeta según me informaron _ presentó a los tres bardos del corazón mediante adjetivos y términos que particularmente, de haberlos recibido, me habrían convertido en goreado homicida. El primer niño tomó la palabra y contó sus coquetos inicios con la poesía a través de anécdotas de colegial y vergüenza ajena in crescendo. El Señor Blanco _ en ese instante de nuevo junto a nosotros y dando muestras de una completa ineptitud para controlar su risa _ no tuvo otro remedio que apretar los labios y taparse la jeta con los dedos afín de ver ocasionalmente el show mediante las aberturas que su improvisada máscara le facilitaban.
Terminada la introducción del inicial poeta, sus versos tomaron lugar. Mierda pura y sin destilar, y ni siquiera involuntariamente cómica. El joven necesitaba repasar un diccionario de sinónimos y antónimos con urgencia, amén de memorizarse algunas odas de Eguren, Luis Hernández, Chocano o Heraud. El segundo vate me hizo susurrarle a Rubio: “presiento que este tío me va a inspirar una compasión infinita…”. Dicho y hecho. Se trataba de un hombre de edad madura (cuarenta o cincuentaitantos años aproximadamente) con sueños de alcanzar el reconocimiento de las musas. Según me dijo el miserable Blanco, este varón fue el que le dio más ganas de explotar a carcajadas. Yo, por respeto a mis mayores (¡¿?!) me abstendré de opinar.
El tercer participante fue marketeado casi como reencarnación de Bécquer, lo cual, si no es evidencia inequívoca de la ingesta desenfrenada de psicotrópicos bien lo podría ser de un peculiar caso de homenaje a los inmortales en su variedad chusca. Amogues togtuosos, referencias a costumbres practicadas por los grandes amantes malditos, la retahíla de cojudeces manifestadas por el caballero en sus poemitas me hicieron percatarme, con varios segundos de antelación, de un impostado quiebre vocal. Y mierda, soy un Aureliano Buendía, pues este individuo empezó a fingir un llanto hacia la amada ausente, el cual me hizo exclamar en mi fuero interno: “¡Córtala huevón! ¡Por lo que más quieras, córtala ya!! ¡Acaba con este clímax de telenovela tercermundista!! ¡Pídele perdón a los espíritus del amor!! ¡Redímete con ellos!! ¡Y termina gritando: Jennifer Connelly, tuyos son los dolores de mi cuerpo!!”
Pero nada. El mozo concluyó la sandez y posteriormente _ como suele ser costumbre, me enteré _ invitaron al público a proferir algún verso que acompañe lo exponido.
Un chico pidió la palabra y expectoró algo que quería ser una letanía de coplas bactereoteológicas, según pude percibir. Otra aburrida cagada, para variar.
En eso, el presentador anunció lo que ya era costumbre, el broche de oro a tan magnífico recital, ¡Vito Vientre , el juglar del Armagedón!
Apenas lo podíamos creer. El dibujo animado de sombrero pseudocharlotiano y andar senil se puso de pie y blandiendo su bastón aseguró que estábamos a punto de oír uno de los mejores poemas que había escrito últimamente. Todo en medio de ademanes infrahumanos y risibles que, faltaría más, acompañaron su monólogo.
Nuevamente miré hacia otros lados. Inquieto y aún portador de una ingenuidad que hace mucho debí desechar, esperaba que alguien se aproximara a retirar al tipo con los mismos procedimientos reservados a los epilépticos o esquizofrénicos. Más el juglar del Armagedón, lejos de suscitar la irrupción de algún agente de seguridad, fue animado a lanzar su oda.
Fue glorioso. Sin proponérselo, aquel espécimen me alegró la noche como nunca podrá imaginar. Su poesía, intrascendente en el mejor de los casos, era sublimada por un desenvolvimiento escénico que ya desearía ver en muchos cómicos ambulantes.
Obviamente el chiquillo era inconsciente de su jocosidad (¿o quizá no?), la cuestión fue que verle remedando a un abuelito con ínfulas vallejianas, se convirtió para nosotros _ hasta nuevo aviso _ en El Santo Grial de las veladas artísticas de Forever Spring City.
Hasta podría jurar que pude detectar a unos cuantos asistentes que _ de forma más o menos disimulada _ compartían mis impresiones. Episodios anecdóticos, a fin de cuentas. Al salir de ahí, las enloquecidas risas de los señores Blanco y Rubio ¡y las mías, claro está! fueron suficientes para augurar nuevas visitas al Nazca.
Ahora, el enigma a resolver era: ¿quién es Vito Vientre?
Pasaríamos momentos apoteósicos tratando de descifrar tal cuestión.
Más novedades, en una próxima actualización.
Con su permiso.
¡Próximamente!
¡El Televidente!
(¡me salió el verso sin mucho esfuerzo!)

JAJAJAJAJJAAJAJA
ResponderEliminarMira al adiposo cómo quiere pasar piola!
ResponderEliminarque buena jajaja, por aquí me enteraré de las últimas aventuras de Trujillo city, ya veo. No hace falta estar allí. Espero con ansias la proxima.
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